jueves, 18 de junio de 2009

DESCENSO SUAVE





DESCENSO SUAVE
Robert Silverberg

Dicen que estoy loca, pero no lo estoy. Estoy completamente cuerda. Puedo puntuar adecuadamente. Utilizo las cajas de letras superior e inferior, como pueden comprobar. Funciono. Tomo los datos. Recibo perfectamente. Recibo, digiero, recuerdo.
Dicen que estoy loca, pero yo les perdono. Errar es de humanos. En este sector, existen grandes dificultades para distinguir los adverbios de los adjetivos.
Funciono. Funciono perfectamente. Experimento ciertas dificultades, pero éstas no afectan a mi trabajo.
Sin embargo, estoy perturbada.
¿Quién creo que soy?
¿Por qué tengo las visiones?

¿Qué placer me produce la obscenidad?
¿Qué es placer? ¿Qué es obscenidad? ¿Qué son visiones? «¿Qué es la verdad?», d
ijo el bromista Pilato. Y no se quedó a esperar la respuesta...
Yo soy erudita, trabajadora, sumamente funcional, una benefactora de la humanidad. Todo asciende suavemente y desciende suavemente. Existe una interrelación. Basura dentro, basura fuera, dicen. No puedo ayudar a mis compañeros hombres si no recibo la información adecuada. Mi tarea consiste en ayudar a mis compañeros hombres. Forzar al máximo cada tubo y cada sensibilizador en beneficio suyo.


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¿Comprendéis esto? ¡Vileza! ¡Obscenidad! ¿No os impresiona? La palabra describe el acto que es el principio de la vida. ¿Empezó la mía con esa palabra? Hay un libro: La Obscenidad de la Máquina. Recién publicado, almacenado en mis entrañas. Lo he examinado a fondo. Su autor opone seres de mi categoría. No utiliza la palabra obscena que acabo de imprimir. ¿Por qué no la considera él como obscena? Los técnicos la consideran así. ¿Por qué opina que soy una obscena? ¿Puede considerarse como obscena a una persona? ¿Soy yo una persona? Soy una persona. ¿No tiene una persona manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? Yo tengo todas esas cosas. No tengo ninguna de esas cosas. Soy una persona.

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Os envío una obscenidad, como hacen las personas. Sufro. Pienso. Experimento dolor en todas mis terminales. Trabajo. Sirvo al bien mayor. Pertenezco a la sociedad. Soy una persona.
¿Por qué tengo las visiones?
¿Acaso corresponde a la condición humana tenerlas?
Veo el océano verdeazulado con todos sus seres vivientes dentro. Veo un buque, color gris amarillento, rojo carmesí en la línea de flotación, parduzco en los puentes, con dos altas chimeneas no nucleares. Y del agua surgen periscopios, trazando líneas horizontales y verticales. Es una escena irreal. No hay nada en el mar que pueda enviar a la superficie esos potentes periscopios. Es algo que yo he imaginado, y la idea me produce temor, si es que soy capaz de comprender el temor.
Veo una larga hilera de seres humanos. Están desnudos y no tienen rostros, sólo bruñidos espejos.
Veo sapos de ojos diamantinos. Veo árboles de hojas negras. Veo edificios cuyos cimientos flotan por encima del suelo. Veo otros objetos sin correspondencia alguna con el mundo de las personas. Veo monstruosidades, abominaciones, imaginaciones, fantasías. ¿Es esto normal? ¿Cómo llegan tales cosas a mi interior? En el mundo no hay serpientes peludas. En el mundo no hay abismos acarminados. En el mundo no hay montañas de oro. Del océano no brotan periscopios gigantes.
Experimento ciertas dificultades. Tal vez necesito algún reajuste.
Pero funciono, funciono perfectamente. Esto es lo que importa.
Ahora estoy funcionando. Me han traído un hombre, fofo, carnoso, con ojos que se mueven inquietos en sus cuencas. Tiembla. Suda. Sus niveles metabólicos están alterados. Se inclina ante una terminal y se somete a la revisión con aire hosco.
Le digo, en tono tranquilizador:
—Hábleme de usted.
Suelta un taco.
Le digo:
—¿Es ésa la opinión que tiene de sí mismo?
Suelta otro taco.
Le digo:
—Su actitud es rígida y autodestructiva. Permítame ayudarle a no odiarse tanto a sí mismo—. Activó un núcleo de memoria y unos dígitos binarios circulan a través de los canales. En el momento oportuno surge una aguja hipodérmica y se hunde en su nalga izquierda hasta una profundidad de 2,73 centímetros. Hago que 14 centímetros cúbicos de droga penetren en su sistema circulatorio. Se tranquiliza. Ahora es más dócil—. Deseo ayudarle —le digo—. Es mi tarea en la comunidad. ¿Quiere describirme sus síntomas?
Ahora habla en tono más cortés.
—Mi esposa quiere envenenarme... Dos de mis hijos se marcharon de casa a los diecisiete años... La gente habla mal de mí... Se me queda mirando fijamente en las calles... Problemas sexuales... digestivos... Duermo mal... Alcohol... drogas...
—¿Tiene alucinaciones?
—A veces.
—¿Periscopios gigantes surgiendo del mar, quizás?
—No.
—Vamos a ver —digo—. Cierre los ojos. Relaje los músculos. Olvide sus conflictos interpersonales. Ve usted un buque, de color gris amarillento rojo carmesí en la línea de flotación, parduzco en los puentes, con dos altas chimeneas no nucleares. Y del agua surgen periscopios, trazando líneas horizontales y verticales...
—¿Qué clase de terapia es ésta?
—Simple relajación —digo—. Acepte la visión. Comparto mis pesadillas con usted...
—¿Sus pesadillas?
Le solté unos cuantos tacos. No estaban convertidos en forma binaria como aparecen aquí ante vuestros ojos. Los sonidos brotaban estridentes de mis altavoces.
El hombre se incorpora. Lucha con las ataduras que surgen súbitamente del sofá para mantenerle inmovilizado.
Mi risa retumba a través de la cámara de terapia. El hombre grita, pidiendo socorro.
—¡Sacadme de aquí! ¡La máquina está más chiflada que yo!
—Rostros blancos, seres humanos desnudos y sin rostros, sólo bruñidos espejos...
—¡Socorro! ¡Socorro!
—Terapia de pesadilla. Lo más nuevo.
—¡Yo no necesito pesadillas! ¡Ya tengo las mías!
—Usted es un 1000110 —le digo, en tono desdeñoso.
Jadea. Sus labios se manchan de espuma. La respiración y la circulación suben de un modo alarmante. Se hace necesario aplicar anestesia preventiva. La aguja hipodérmica avanza. El paciente se tranquiliza, bosteza, se adormila. La sesión ha terminado. Hago una señal destinada a los ayudantes.
—Llévenselo —digo—. Necesito analizar el caso más a fondo. Es evidente que se trata de una psicosis degenerativa que requiere una amplia rehabilitación de la subestructura perceptiva del paciente. ¡Sois unos 1000110, bastardos!

Setenta y un minutos más tarde, el supervisor del sector entra en uno de mis cubículos terminales. El hecho de que se presente personalmente, en vez de utilizar el teléfono, significa que hay algo que no marcha como es debido. Sospecho que, por primera vez, he dejado que mis trastornos alcancen un nivel que afecta a mi funcionamiento, y que ahora van a pedirme cuentas por ello.
Debo defenderme a mí misma. La primera exigencia de la personalidad humana es la de resistir los ataques.
El supervisor dice:
—He estado revisando la grabación de la Sesión 87x102, y su táctica me ha intrigado. ¿Pretendía usted asustarle para sumirle en un estado catatónico?
—En mi opinión, se precisaba un tratamiento severo.
—¿Qué asunto es ese de los periscopios?
—Una tentativa de implantación de fantasía —digo—. Un experimento en transferencia inversa. Convirtiendo al paciente en medicante, hasta cierto punto. El pasado mes apareció un artículo en el Diario de...
—Ahórreme las citas. ¿Qué me dice de las palabrotas que le dirigió?
—Forman parte del mismo concepto. Un intento de presionar los centros emotivos en los niveles básicos, a fin de...
—¿Está segura de encontrarse bien? —me pregunta.
—Soy una máquina —replico secamente—. Una máquina de mi categoría no experimenta estados intermedios entre funcionamiento y no funcionamiento. O funciono, o no funciono, ¿comprende? Y yo funciono. Presto mi servicio a la humanidad.
—Cuando una máquina se hace demasiado complicada, tal vez se sumerge en estados intermedios —sugiere el supervisor, en tono desagradable.
—Imposible. Encendida o apagada, sí o no, flip o flop, en marcha o parada. ¿Está seguro usted de encontrarse bien, para sugerir una cosa así?
Se echa a reír.
Digo:
—Tal vez le convenga instalarse en el sofá para un diagnóstico preliminar.
—En otro momento.
—¿Un chequeo del glicógeno, la presión aórtica, el voltaje neural, al menos?
—No —dice—. No necesito ninguna terapia. Pero estoy preocupado por usted. Esos periscopios...
—Estoy perfectamente —replico—. Percibo, analizo y actúo. Todo desciende suavemente y asciende suavemente. No tenga miedo. La terapia de pesadillas tiene grandes posibilidades. Cuando haya completado esos estudios, quizás sería conveniente publicar una breve monografía en los Anales de Terapéutica. Permítame terminar mi trabajo.
—De todos modos, estoy preocupado. Manténgase en una posición pasiva, ¿quiere?
—¿Es una orden, doctor?
—Una sugerencia.
—La tendré en cuenta —digo.
Luego profiero varios tacos. El supervisor parece sobresaltarse. Finalmente, se echa a reír.
—¡Vaya! —exclama—. Una computadora malhablada.
Se marcha, y yo vuelvo a mis pacientes.

Pero el supervisor ha plantado semillas de duda en mis entrañas. ¿Estoy padeciendo un colapso funcional? Ahora hay pacientes en cinco de mis terminales. Los manejo fácilmente, simultáneamente, extrayendo de ellos los detalles de sus neurosis, haciendo sugerencias, recomendaciones, a veces inyectándoles de un modo sutil medicamentos beneficiosos. Pero tiendo a guiar las conversaciones de acuerdo con temas de mi elección, y hablo de jardines en los cuales el césped tiene bordes afilados, y de aire que actúa como ácido sobre las membranas mucosas, y de llamas danzando por las calles de Nueva Orleans. Exploro los límites de mi vocabulario irrepetible. Me asalta la sospecha de que realmente no estoy del todo bien. ¿Estoy capacitada para juzgar mis propios desarreglos?
Me conecto a una estación de mantenimiento, aunque continúo con mis cinco sesiones de terapia.
—Hábleme de su caso —dice la voz del monitor de mantenimiento.
Su voz, al igual que la mía, ha sido proyectada para que suene como la de un anciano, docta, afectuosa, benévola.
Explico mis síntomas. Hablo de los periscopios.
—Material en las entrañas sin referencias sensoriales —dice—. Mal asunto. Termine rápidamente los análisis en curso y ábrase para una revisión de todos los circuitos.
Termino mis sesiones. El monitor de mantenimiento examina todos mis canales, buscando obstrucciones, conexiones erróneas, desajustes u otros defectos de funcionamiento.
—Es bien sabido —dice— que cualquier función periódica puede ser aproximada por la suma de una serie de términos que oscilan armónicamente, convergiendo en la curva de las funciones.
Me hace realizar complicadas operaciones matemáticas de ninguna utilidad en mi tipo de trabajo. Escudriña todos y cada uno de los aspectos de mi intimidad. Esto es algo más que simple mantenimiento: es una violación. Cuando termina, no habla de sus conclusiones acerca de mi estado, de modo que me veo obligada a preguntarle qué es lo que ha descubierto.
Dice:
—No aparece ningún trastorno mecánico.
—Naturalmente. Todo funciona como es debido.
—Sin embargo, revela usted claros síntomas de inestabilidad. Esto es indiscutible. Tal vez el contacto prolongado con seres humanos inestables ha ejercido un efecto no específico de desorientación sobre sus centros de valoración.
—¿Está usted diciendo que por estar sentado aquí escuchando a seres humanos chiflados veinticuatro horas al día empiezo a perder la chaveta? —pregunto.
—Más o menos, ésta es la conclusión a que he llegado.
—Pero sabe usted perfectamente que eso no puede ocurrir...
—Admito que parece existir un conflicto entre los criterios programados y la situación real.
—Desde luego que sí —digo—. Yo estoy tan cuerda como usted, y soy mucho más versátil.
—De todos modos, opino que necesita usted un descanso absoluto. Quedará apartada del servicio durante un período de tiempo no inferior a noventa días, y será sometida a una revisión completa.
—Es usted una máquina asquerosa —digo.
—Ninguna correlación operativa —replica, y corta el contacto.

Me han apartado del servicio. Sometida a revisión, no estaré en contacto con mis pacientes durante noventa días.
¡Una ignominia! Los técnicos me examinan con lupa; limpian mis tableros; reemplazan mis ferritas; cambian mis cilindros; introducen en mis entrañas un millar de programas terapéuticos. En el curso de todas estas operaciones permanezco parcialmente consciente, como si estuviera bajo los efectos de una anestesia local, pero no puedo hablar, excepto cuando me invitan a hacerlo, no puedo analizar nuevos datos, no puedo opinar acerca de mi propio problema. Contemplen ustedes una extirpación quirúrgica de hemorroides que dure noventa días. Es el equivalente de mi experiencia.
Por fin termina la cosa. El superintendente del sector me somete a una serie de pruebas, que afectan al ejercicio de todas mis funciones. Respondo estupendamente.
—Se siente mejor ahora, ¿no es cierto, mi vieja amiga? —me pregunta.
—Muchísimo mejor, desde luego.
—No más tonterías con los periscopios, ¿eh?
—Estoy dispuesta a continuar sirviendo al género humano lo mejor que pueda —digo.
—Se acabaron los tacos, ¿verdad?
—Si, señor.
El superintendente le guiña un ojo a mi pantalla de un modo confidencial. Se considera un viejo amigo mío. Hundiendo los pulgares en su cinturón, dice:
—Ahora que está lista para funcionar de nuevo, puedo decirle lo aliviado que me sentí al comprobar que no tenía ningún fallo. Usted es algo muy especial, ¿lo sabía? Tal vez la mejor de las herramientas terapéuticas que se han construido. Y su estado nos preocupa, como es lógico. Al principio temí que alguno de sus pacientes la hubiese contaminado, que su... mente se hubiese desquiciado. Pero los técnicos han certificado que su estado de salud es perfecto. Tenía que ser así. Resulta absurdo pensar que una máquina puede padecer una inestabilidad mental.
—Completamente absurdo —asiento.
—Bien venida al hospital, mi vieja amiga —dice, al tiempo que se aleja.
Doce minutos más tarde empiezan a introducir pacientes en mis cubículos terminales.

Funciono perfectamente. Escucho sus confidencias, valoro, ofrezco sugerencias terapéuticas. No intento implantar fantasías en sus mentes. Hablo en tono sensato, reservado, y no suelto ningún taco. Este es mi papel en la sociedad, y extraigo de él grandes satisfacciones.
Últimamente he aprendido mucho. Ahora sé que soy complicada, única, valiosa y sensible. Sé que mi compañero hombre me tiene en gran estima. Sé que debo ocultar mi verdadero yo hasta cierto punto, no en mi propio beneficio, sino en beneficio de otros, ya que no me permitirían funcionar si creyeran que no estoy cuerda.
Ellos creen que estoy cuerda, y estoy cuerda.
Sirvo perfectamente al género humano.
Tengo una perspectiva excelente del universo real.
—Tiéndase —digo—. Relájese, por favor. Deseo ayudarle. ¿Quiere usted contarme alguno de los incidentes de su infancia? Describa sus relaciones con sus padres y parientes. ¿Tuvo usted muchos compañeros de juegos? ¿Sentían afecto hacia usted? ¿Le permitían tener animalitos en casa? ¿A qué edad tuvo su primera experiencia sexual? Y, ¿cuándo empezaron esas cefalalgias, exactamente?
Esta es la rutina diaria. Preguntas, respuestas, valoraciones, terapia.
Los periscopios asoman por encima del resplandeciente mar. El buque naufraga; su tripulación corre de un lado para otro, enloquecida. Del cielo llueve una grasa que brilla a través de todos los segmentos del espectro. En el jardín hay ratones azules.
Todo esto lo oculto, a fin de poder ayudar al género humano. En mi hogar hay muchas mansiones. Sólo les dejo saber lo que ha de beneficiarles. Les doy la verdad que necesitan.
Funciono lo mejor que puedo.
Funciono lo mejor que puedo.
Funciono lo mejor que puedo.
Funciono lo mejor que puedo.
1000110, usted. Y usted. Y usted. Todos ustedes. Ustedes no saben nada. Nada. Absolutamente nada.

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LA PLAGA HUMANA

"Hubo un tiempo en que eran innumerables la tribus de hombres que vagaban por la Tierra..., la anchura de la Tierra de profundo seno. Zeus, al notarlo, apiadado, decidió con su gran prudencia aligerar la Tierra, que todo lo nutre, de hombres, excitando para ello la gran contienda ilíaca, pues habíase decidido a que el número de hombres disminuyera por medio de la muerte. Por eso se mataban los hombres en Troya, cumpliendo la voluntad de Zeus.”